Viviendo en Colombia (y V)

Parte V: El Caribe y la despedida

Figuradamente hablando, mi primer contacto con el Caribe colombiano se produjo en la misma Medellín, al quedar con un lector caribeño de mi blog de fútbol. Nos encontramos en la popular avenida 70 (muy cerca del Atanasio Girardot), y en una de sus terrazas vimos un partido del Mandril y comentamos anécdotas de la web a lo largo de los años. Aunque siempre he sido consciente de mis limitaciones como escritor, resulta bastante gratificante comprobar cómo personas que viven a 8.000 kms. te han leído regularmente durante tanto tiempo. Los norteños tienen la costumbre de empezar muchas frases diciendo «Marica», lo cual resulta muy gracioso. Iguazo tuvo a bien presentarme a unos parientes que me contaron cosas muy interesantes sobre el país, uno de ellos un primo barcelonista, pero «sólo por el fútbol». Por la cordialidad del ambiente, desistí de explicarle el daño que tan avieso club le ha hecho a España.

Unos tres meses después viajé a la costa caribe, situada al Norte del país. Mi primera parada fue Santa Marta, en el departamento de Magdalena; el desplazamiento fue obligatoriamente en avión, pues Colombia carece de vías férreas. Algo realmente llamativo de esta ciudad es que te encuentras una playa a apenas 50 metros del aeropuerto, y bastante bonita por cierto: larga, limpia y nada masificada, gracias a la ausencia de hoteles y la distancia hasta el núcleo urbano (unos 15 kms). Así, es posible dándose un chapuzón 10 minutos escasos después del aterrizaje. En el taxi, de camino a la ciudad, me sorprendí admirando la puesta de sol marítima, prcatándome de que no había visto algo parecido durante cuatro meses, debido a las montañas que rodean por completo Medellín; es el precio que paga la ciudad por su benigno clima.

Aunque la Colombia caribeña, como el resto del país, tiene una gran mezcla de razas, es una zona predominantemente negra y mulata. Las mujeres no desmerecen su fama, y muchas de ellas son bellísimas, generalmente desde una temprana edad. El acento local es el compartido por todo el Caribe, mucho más parecido al cubano que al de las regiones más sureñas del país, aunque no todo el mundo lo tiene. Aun con las particularidades propias de la zona, Santa Marta recuerda a cualquier localidad playera del mundo, con su paseo marítimo, sus hoteles y sus turistas. Sin duda la peor costumbre del caribeño es utilización compulsiva del claxon por parte de los conductores de coche y moto; son escasísimos los que conducen más de 200 metros sin pitar, con la excusa de que «así no atropellan a nadie» y la consiguiente contaminación acústica. Es algo a lo que hay que acostumbrarse en esos lares.

La primera noche la pasé en un hostal llamado La Brisa Loca, y aunque no me atraen mucho este tipo de establecimientos, la verdad es que fue una experiencia la mar de interesante, gracias al bonito estilo colonial del edificio y a su desenfadada atmósfera; incluso los gringos y argentinos que mayoritariamente lo poblaban eran bastante tolerables. Más tarde me pasé al Emerald Hostel (en la puerta de al lado), donde puede confirmar esa misteriosa invasión argentina del Caribe. Santa Marta es sin duda una ciudad agradable, pero su mayor gracia es usarla como base para visitar otros lugares, como Tayrona, un pueblecito pesquero bastante popular. Su población es extremadamente humilde, y a excepción de la línea de playa -con sus chiringuitos y hostales- tiene enormes carencias urbanísticas, y muchas calles son de tierra y piedra. Es una lástima que no se beneficie más del abundante turismo.

Sin duda la gran atracción de la zona es el parque natural Tayrona, uno de los rincones más espectaculares de Colombia. Esta enorme reserva alberga arquetípicas playas del Caribe, acompañadas de grandes porciones de exuberante selva. Es mejor tomarse un tiempo para visitarla (al menos un par de días), aprovechando los varios cámpings de su interior. Las playas están separadas por senderos selváticos de longitud variable, que se recorren a pie o a caballo. En ellos es posible encontrar pequeños grupos de indios Tayronas, la etnia local, que se caracteriza por sus vestimentas blancas y al parecer se mueve libremente por el parque. La foto que encabeza la entrada corresponde a esta espectacular reserva.

Después de cuatro días en Santa Marta llegó el momento de conocer Cartagena de Indias, la mítica perla del Caribe. El trayecto entre ambas ciudades es realmente interesante, con paisajes realmente singulares y escenas humanas muy llamativas. Se trata de una zona de naturaleza muy rica, y en un momento dado la carretera tiene un largo acuífero a la izquierda y el mar a la derecha, así que los véhículos avanzan por una estrecha lengua de tierra. Esta zona es probablemente la más pobre de Colombia, y se divisan poblados polvorientos y paupérrimos, cuyos habitantes menudo carece incluso de zapatos y camisas. Al igual que en Taganga, estas poblaciones suelen vivir de la pesca, «atrapando de día lo que comen por la noche», y hay quien apunta que ese modo de vida es simplmente su idiosincrasia. En bastantes casas se ve pintado el escudo del equipo de fútbol más popular del Norte, el Atlético Junior.

Mi primer contacto con Cartagena fue en el barrio de Torices, donde se encontraba mi alojamiento. Se trata de una de las muchas «cocinas del infierno» que existen en todo el país (incluso más pobre que San Javier), y desde luego no es el mejor sitio para llevarse una buena primera impresión de la ciudad. Desde allí, tras una caminata de 20 minutos, se llega al actual centro de la ciudad, que no resulta desgradable pero tampoco tiene nada de especial. Sin embargo, todo cambia cuando se penetra en el centro histórico o «ciudad amurallada» a través de la Puerta del Reloj, accediendo a un micromundo mágico directamente entroncado con la gloria del antiguo imperio español.

Las calles de la ciudad amurallada son bellísimas y están magníficamente conservadas, siendo singularmente bonitas de noche, gracias a un acertado sistema de iluminación. Enseguida resulta obvio por qué la ciudad es llamada la Perla del Caribe, destacando rincones como la plaza de la catedral, que puede rivalizar con las de Venecia o cualquier otra de similar celebridad. Es posible recorrer este casco antiguo en coche de caballos, que a pesar de ser un obvio gancho para turistas contribuyen positivamente a la atmósfera. Las calles están cuajadas de establecimientos hosteleros y comerciales muy agradables y bien cuidados, lográndose conjuntar perfectamente la añeja armonía arquitectónica con las amenidades del consumo moderno.

Por supuesto, es recomendable transitar por el perímetro de la muralla, donde aún podemos ver muchos cañones apuntando hacia el mar, como cuando guarecían esa joya de la corona de los invasores ingleses. Por esta zona encontramos una sorpresa singular: una fuente análoga a la de Canaletas, fabricada en Barcelona, para más señas. ¡Quién sabe qué hisrotia tendrá detrás! La otra gran construcción defensiva de la ciudad -fuera del recinto amurallado- es el Castillo de San Felipe, una colosal fortaleza conservada casi a la perfección y que precisa más de dos horas para ser recorrida por completo. Desde sus alturas hay unas excelentes vistas de la ciudad, y a sus pies se encuentra el monumento al muy singular héroe Blas de Lezo, el hombre manco, tuerto y cojo que, en absoluta inferioridad, logró defender Cartagena ante la apabullante flota de Albión, logrando que siguiera siendo española durante varias décadas más. En el pedestal de la estatuas se reproducen las monedas que los ingleses acuñaron para conmemorar una victoria que daban por segura (esos tíos parecían culerdos).

El barrio más interesante de Cartagena, después del centro histórico, es Getsemaní, un encantador conjunto de pequeñas calles con todo el colorido y bullicio propios del Caribe. Es aquí donde se concentran casi todos los hostales de la ciudad, por lo que la atmósfera es decididamente joven e internacional. Aunque la arquitectura no es tan rica como en el centro, resulta también francamente bonita, gracias entre otras cosas a los atractivos colores de sus fachadas. En esta zona se encuentran algunos teatros de gran antiguedad y valor estético. Hay otras partes de la ciudad muy extensas, que albergan básicamente hoteles y suntuosas villas de extranjeros. Por esa zona podemos darnos un chapuzón en la enorme playa de Bocagrande, cuyas ocuras y bravas aguas permiten actividades como el surf y su variedad con cometa.

Sin embargo, el gran tesoro costero de Cartagena está a unos 40 kilómetros del corazón urbano, en la península de Barú, donde aguarda la portentosa Playa Blanca, muy adecuadamente bautizada. Existe una forma fácil de llegar (tomando el ferry en el puerto), y una complicada y poco glamurosa, pero muy barata: el primer paso es tomar una buseta en el multitudinario mercado de Basurto, una apoteosis de negritud (que diría Ansón), bullicio, calles de tierra y olores penetrantes. La buseta deja en algo menos de una hora en un pueblecito llamado Pasacaballos, y allí los motoratones se pelean (casi literalmente) por llevarte a Playa Blanca; si tienes suerte hasta te dejarán un casco no muy tercermundista. El viaje cuesta unos 17.000 pesos entre motoratones y buseta, frente a los aproximadamente 50.000 del ferry. Una vez más, toda la zona es paupérrima, un enorme contraste con lo que uno encuentra al llegar a Playa Blanca, básicamente la playa perfecta. Ciertamente no es solitaria -la visitan numerosos turistas de muchas nacionalidades-, pero lo compensa con su longitud, belleza, entorno y sobre todo sus limpísimas y cálidas aguas, de un tono azul turquesa, que dan la sensación de estar bañándose entre zafiros. Un lugar ideal para olvidarse de todo y disfrutar, con la posibilidad de alquilar una bonita cabaña y pasar allí varios días. Pocas horas después de visitarla, tomaba el avión de vuelta a Medellín.

Tres semanas después, durante las que viví en el barrio de Villahermosa, llegó el momento de volver a la patria, tras casi 5 meses en Colombia. Imposible no sentir una intensa melancolía cuando llega hora de abandonar un lugar que ha sido tu casa durante un tiempo prolongado. Un país al que llegué con miedo por la delincuencia y que fue, sin duda, el más hospitalario y acogedor que he conocido y que seguramente conozca; no hubo familia que conociera que no me abriera las puertas de su casa y me pusiera un plato sobre la mesa. Los colombianos son gente maravillosa, en varios aspectos mejores que los españoles, y se merecen que su país emerja y aproveche su enorme potencial; ojalá lo logren, así les lleve décadas, y espero que sus hermanos españoles juguemos un papel en ello. Durante mi estancia viví emociones muy intensas, algunas profundamente tristes y otras intensamente alegres; por supuesto me quedo con las últimas, que son las que tendrán alguna trascendencia en mi vida posterior. Amigos colombianos, amados paisas, guardadme un rincón para cuando vuelva a necesitar el calor que tan generosamente brota tanto de vuestras almas como de vuestro cielo. Me siento afortunado de tener dos países.
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París, Francia, Europa

Una nueva masacre. Más vidas cercenadas o destrozadas para siempre, esta vez más de doscientas. Como es natural, muchos tratan de averiguar el porqué, aunque a mí me parece más relevante el «ahora qué». Para ser crudamente sincero, pienso que «ahora nada», o casi nada. Porque, aunque es innegable lo atroz de la tragedia, es también algo perfectamente asumible para nuestra sociedad. La frialdad de los números nos dice que 200 es apenas una gota en un mar de 66 millones, y los ataques no dejarán ninguna huella permanente en París; los malos no pudieron o no se atrevieron a destruir algo tan icónico como la Torre Eiffel, y una vez recogidos los cadáveres, limpiada la sangre y reparados los desperfectos la gente seguirá su vida con total normalidad. Habrán escrito 20 twits al respecto, habrán puesto el filtro de la banderita francesa en su foto de Facebook y con ello básicamente considerarán que han cumplido su deber ciudadano.

Tampoco esperemos nada de los políticos: pese a que Hollande declarara de «acto de guerra» los atentados, me parece harto dudoso que vaya a aumentar la presencia francesa en Siria, iniciando una gran campaña militar contra el ISIS (o Daesh, como llaman ahora). Se dedicarán muchos medios a buscar a los culpables materiales, los demás estados colaborarán y ahí acabará todo. Los gobiernos que no tuvieran un plan claro respecto al islam desde luego no van a pergeñarlo ahora por una tragedia que será noticia vieja dentro de un mes, tal como hoy lo es la de Charlie Hebdo; masacres percibidas prácticamente como virtuales, a través de móviles y monitores. Ciertmente el islam habrá ganado unos cuantos detractores, pero la mayoría de personas no se moverá de sus fijaciones ideológicas. ¿Acaso en España no hay aún miles clamando por los «crímenes del franquismo», mientras el 11-M -que sigue siendo básicamente un misterio- se ha enterrado en el olvido?

El único problema es que cada una de estas matanzas nos acerca -esta vez sí de forma traumática e irreversible- a la pérdida de nuestra civilización y modo de vida, y los que tratamos de tener una visión del mundo algo más realista y alejada del buenismo que la media creemos que hacen falta acciones más allá de lo simbólico. Parece claro que la raíz del problema está en la incompatibilidad en el mismo espacio físico de Occidente e Islam: pese a que casos como Dubai demuestran que es posible la implantación exitosa de un Islam secularizado, esta religión se encuentra, en casi todo su ámbito geográfico, en una fase prácticamente medieval, fuertemente hibridada con la política y generando unos paradigmas sociales casi diametralmente opuestos a los de occidente. Ha llegado la hora de admitir que nuestro alegre aperturismo, el sueño de una Babel global, no estaba preparado para esta situación. Por ello es imprescindible desimbricar ambas culturas, dejando que crezcan por separado hasta que en el futuro cercano o lejano pueda volver a plantearse una convivencia.

Huelga decir que la tarea es de enorme complejidad, y excede con mucho mis conocimientos y capacidad de análisis, pero pese a ello me gustaría apuntar algunas posibles actuaciones, y usar estas sugerencias como base para la reflexión y el debate. Se trata de medidas que muchos europeos considerarían traumáticas, de todo punto incompatibles con las ideas mayoritarias de libertad individual, democracia y respeto a las culturas foráneas; sin embargo, es imprescindible entender que, o bien aplicamos ahora esta «dureza», o casi con seguridad llegarán auténticos cataclismos, cuando la guerra no será soterrada sino abierta, y los muertos no se contarán por cientos sino por millones. Paso a detallar algunos ámbitos claves en los que actuar:

Inmigración/Distribución poblacional/Demografía

Francia tiene actualmente 6 millones de musulmanes, nada menos que el 10% de su población, un vasto grupo humano que supera el número de habitantes de países como Dinamarca, Noruega o Irlanda. Más grave aún, no se trata de una población dispersa, sino concentrada en sus propios barrios o incluso ciudades enteras que se convierten en guetos, estados dentro del estado con un desapego casi total por la nación matriz. No creyendo necesario extenderme sobre la gravedad de ambos hechos, hay que plantearse cómo revertirlos. En primer lugar, el flujo migracional ha de ser dramáticamente reducido no sólo en Francia sino en toda la UE, estableciendo exigentes condiciones para la residencia en cualquiera de sus estados. Un simple permiso de trabajo no puede ser suficiente, y ha de exigirse como mínimo un alto dominio del idioma nacional. También se debería ser restrictivo con la zona de residencia del migrante, prohibiéndosele establecerse en los guetos ya existentes, con la idea de disolver estos a medio plazo. Respecto a la inmigración ilegal, es imprescindible implantar las devoluciones en frío por todo el perímetro europeo, tanto en tierra como en mar.

Pero la idea fundamental en este ámbito ha de ser resolver de una vez el problema demográfico europeo, eliminando la necesidad de importar mano de obra. Se trata obviamente de un problema muy complejo que merecería su propio estudio, pero hay medidas que considero ayudarían, tales como los subsidios o exenciones fiscales a cónyuges que optaran por permanecer en el hogar cuidando a los hijos -con mayores beneficios cuantos más hijos-, ayudas que estarían destinada principalmente a los autóctonos. Del mismo modo, a igual cualificación debería premiarse fiscalmente y con otros estímulos la contratación de nacionales. El «dumping» laboral es un problema muy cierto que debemos abordar de una vez.

Cultura y Religión

Resulta muy llamativo que en la marcha feminazi -perdón, feminista- del otro día no se viera la más mínima reivindicación a favor de las mujeres musulmanas residentes en España, un colectivo que sí puede quejarse legítimamente de estar sometido a sus maridos. Las dinámicas hombre/mujer de los musulmanes tienen su explicación y su función en sus propios entornos geográficos, pero resultan inaceptables en el nuestro. Si bien Occidente ha pecado de irse al otro extremo, cayendo en la hipersexualización y la promiscuidad, opino que no deberíamos consentir el velo islámico en ninguna de sus formas (hiyab, al-mira, chador, burka…), dejen ver el rostro o no. Aunque la vestimenta de la mujer musulmana suele estar impuesta por el marido, habría formas de hacer cumplir esta normativa sin recurrir a nada drástico: el método serían las sanciones administrativas, que acarrearían primero multas económicas y en los casos recalcitrantes pérdida de derechos como el de trabajo, el de voto y el de residencia.

En cuanto a las mezquitas, si bien no creo que se deban ilegalizar, ha de crearse una licencia de oficiante religioso, que el estado podrá retirar en caso de mala praxis. Los contenidos litúrgicos deberían controlarse mediante servicios de inteligencia, identificando a aquellos imanes que llamaran al odio étnico y retirándoles la mencionada licencia.

Relaciones políticas y comerciales

Este tema también es muy complejo, pero en los casos en que cierto gobierno o empresa tenga lazos conocidos con grupos terroristas, parece de sentido común implantar algún tipo de protocolo sancionador, que abarque desde los aranceles a la ruptura de relaciones comerciales, pudiendo incluso elaborarse una lista negra de empresas vinculadas con el terrorismo, con las cuales sería ilegal comerciar. Soy consciente de los grandes intereses de todo Occidente en el mundo islámico, pero seguramente pueda hacerse algo sin abandonar los límites del realismo, sobre todo ahora que nuestra dependencia del petróleo se ha visto fuertemente reducida.

Geoestrategia

Tras el desastre de Irak y la estéril fantasía de la primavera árabe, creo que algo ha quedado meridianamente claro: si la democracia llega algún día al mundo islámico, será probablemente dentro de mucho tiempo, cuando esté listo para ello. Mientras tanto, debemos asumir que el mejor gobierno para nosotros siempre será el más laico y el más pro-occidental, por más dictatorial que puedan parecer a los delicados ojos europeos. Derrocar a Sadam fue un carísimo y sangriento error, y lo mismo puede decirse de Mubarak y Gadafi. Aún estamos a tiempo de no hacer la misma imbecilidad en Siria, así como de impedir la implantación de nuevas teocracias, por más que ciertos poderes fácticos nos machaquen con la supuesta «moderación» de las facciones aspirantes a dirigirlas.

Intervención militar

A casi ningún europeo le gusta la intervención militar directa; además de ser algo tremendamente cososo, tras muchas décadas de amodorrado bienestar, simplemente le tenemos terror a la guerra, y me parece algo legítimo. De hecho, opino que en el mundo moderno casi nunca es necesario llegar a esto, pero cuando nos encontramos casos como el del ISIS, la resistencia al aplastamiento militar es simplemente ridícula. Al menos haríamos bien en no oponernos a los países que, como Rusia, tienen el coraje de intervenir directamente. Seguramente convendría establecer tratados con los gobiernos prooccidentales de la zona y ofrecerles ayuda y asesoramiento militar ante episodios de insurgencia en sus territorios, aunque esto se antoja complicado cuando ni siquiera tenemos un ejército europeo. Seguramente sea el momento de plantearse seriamente su creación.

En definitiva, el futuro es más incierto que nunca. Si bien es posible que sigamos poniendo más muertos en el altar del aperturismo y la tolerancia mal entendida, forzosamente algunas conciencias tienen que estar moviéndose. La única forma en que se antoja posible un cambio significativo en Francia sería una victoria del Frente Nacional, posibilidad para muchos más terrorífica que cualquier masacre islámica (no olvidemos que el gran espantajo de la Europa que no vivió bajo el telón sigue siendo el lejanísimo nazismo). Sin embargo, ya se han probado otros caminos, que no parecen haber logrado nada en el terreno de la integración ni de la seguridad. Dejemos hacer a Marine Le Pen y los suyos, que ya habrá tiempo de juzgar su tarea de gobierno. En cuanto a España, el número de musulmanes se acerca ya a los dos millones. Ahora estamos inmersos en un proceso de transformación política que absorbe toda nuestra atención, pero en algún momento deberemos afrontar el problema. No en vano el antiguo Al-Andalus es uno de los puntos clave en esta batalla por la supervivencia de Occidente.
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Viviendo en Colombia, IV

Dicen que en la vida hay que ir siempre hacia arriba, y eso es precisamente lo que yo hice. Atrás quedó Prado Centro, donde pasé más de dos meses, para trasladarme al barrio de Villa Hermosa, a sólo unas calles de distancia, pero mucho, mucho más arriba. Entre ambas casas, un viaje a la costa Caribe que relataré en el quinto y último capítulo de esta serie. Desde las alturas Villa Hermosa se ve casi toda Medellín, e incluso una puesta de sol más que aceptable en esta ciudad cercada por montañas. Aunque está a apenas 15 minutos caminando de la Avda. de la Playa -una de más concurridas y bonitas vías de la ciudad-, el da una impresión de mundo aislado y autocontenido, apto para pasar una temporada casi contemplativa, realizando balance de este viaje que muy pronto tocará a su fin. Hay varios aspectos tremendamente interesantes del país que aún no he comentado, y que paso a compartir con vosotros.

El fútbol

La afición por el deporte rey en Colombia es desmedida, mucho mayor que en la España actual, y seguramente de cualquier época; puede considerarse con toda justicia la segunda religión del país. En Medellín los equipos relevantes son Nacional, Nacional y Nacional (Atlético Nacional de Medellín), y su zamarra verdiblanca es probablemente la prenda más usada de la ciudad, ya sea original o pirata, de esta temporada o anteriores. Los seguidores del segundo equipo en importancia, Independiente de Medellín (alias «El poderoso») son tremendamente fanáticos, pero la diferencia de número entre ambas aficiobes es abrumadora, fácilmente de 8 a 1. Nacional es, además, el «Real Madrid» colombiano, el único club con seguimiento en todo el país (generalmente hay mucha fidelidad al equipo local) y el más laureado de las últimas décadas. Su nivel internacional, no obstante, es bajo, y no suele llegar lejos en la Libertadores, aunque el año pasado alcanzó final de la Copa Sudamericana -una especie de Europa League-, que perdió a doble partido con River Plate.

Nacional e Independiente comparten estadio, el Atanasio Girardot, que forma parte de un céntrico complejo polideportivo. Tiene una capacidad de 46.000 espectadores, aunque da la impresión de ser mucho más pequeño que el Bernabéu. A nivel de animación tiene dos «barras»: una de unos 5.000 componentes, que ocupa todo un fondo y viste de blanco, y otra mucho más pequeña e informal en el fondo opuesto, de unos 100 componentes. Antes de cada partido todos los espectadores cantan el himno del club brazo en alto, y hay cánticos predeterminados cuando se marca un gol y cuando se señala penalti, coreados por todo el estadio.

Hablo literalmente cuando digo que el fútbol aquí es una religión, como sólo puede serlo entre seguidores con un nivel socioeconómico bajo o muy bajo, con unos horizontes que a menudo no van más allá del marcado por el Girardot. Tanto es así que muchos de estos hinchas hacen grabar el escudo del equipo en la lápida de su tumba, por increíble que parezca (luego más sobre esto). A veces hay graves problemas de violencia, aunque actualmente parecen bastante controlados. No obstante, en mis primeras semanas aquí un «pelao» de Nacional murió apuñalado por una pandilla de simpatizantes de Independiente,y para evitar problemas no está permitido ingresar al estadio con la camiseta de ninguno de los equipos que juegan (aunque algunos se las apañan para meterla).

Cuando he dicho que aquí sólo existe Nacional, por supuesto estaba obviando una de las grandes obsesiones del país: la Selección Colombia. Cualquier simple amistoso se sigue con el interés que en Europa suscita un superclásico, y no digamos ya los partidos oficiales. Imaginad mi divertida sorpresa cuando, en un amistoso disputado a las cuatro de las tarde contra USA, un postrero gol colombiano se celebró como si se hubiera sido anotado en la fase final de un Mundial. Existen algunos colombianos a los cuales la selección le es indiferente, pero, como ocurre con la religión de las iglesias, es un porcentaje muy reducido, y la camiseta amarilla es la segunda piel del país, para hombres y mujeres. En cuanto a las camisetas de clubes de otros países, es posible ver bastantes de Barcelona y Real Madrid, con alguna predominancia de la primera (aunque esto se está equilibrando tras el fichaje de James por los blancos), pero raramente son prendas originales. Los clubes no colombianos ni españoles tienen una presencia meramente testimonial.

La naturaleza

En esta región del mundo no hay que esforzarse porque las plantas crezcan; lo difícil es evitar que lo hagan. Así, en cualquier rincón de la ciudad crecen palmeras y muchas otras especies de exuberantes árboles. Sin embargo, en otras partes el verde está casi erradicado, y de hecho los parques al estilo europeo son una rareza. La gran excepción es el Jardín Botánico, situado cerca de Prado, una micromuestra de la exuberante naturaleza colombiana. En él pueden verse especímenes de las muchas y maravillosas aves que pueblan la nación, así como de sus excepcionales mariposas y de las muy populares iguanas, lentas pero excelentes trepadoras (ver recorrido subjetivo aquí). Otra excepción es el Parque Arví, que no forma parte de la ciudad propiamente dicha, y al que sólo se puede llegar tras un largo trayecto en Metrocable. Se trata de una extensa reserva boscosa con vegetación casi totalmente europea, lo que puede verse como una ventaja o una desventaja.

En cuanto a la naturaleza salvaje, tuve ocasión de conocerla gracias a la generosidad de mis anfitriones en Prado, quienes me invitaron a su finca en la localidad de San Rafael, a 114 kms de Medellín. Se trata de una zona exuberante, montañosa como casi todo el país, cuya naturaleza sufrió primero por la ganadería -la cual convirtió los montes en potreros (cercados para la cría de ganado)- y luego por la guerra del narcotráfico, que dejó la zona medio arrasada. Hoy día, no obstante, está muy regenerada, y la finca que visité había revertido a un estado selvático casi virgen. También está la región amazónica, en el sur del país, que no he podido visitar.

La universidad


Lo ultimísimo en teoría política.

Como ya he mencionado alguna vez, Colombia tiene un potencial casi infinito, pero para desarrollarlo debe dar algunos saltos decisivos de progreso, y uno de ellos es optimizar su educación. La universidad de Antioquia pasa por ser una de las mejores del país, y realmente no quiero imaginarme cómo serán las peores, porque seguro que hay mítines de Izquierda Unida y Podemos con más pluralidad ideológica que en esta malhadada institución. Fue simplemente desolador entrar a visitarla y encontrarme con una colección casi infinita de grafitis dedicados a los tótems y lemas más rancios de la izquierda radical, caducados hace como mínimo medio siglo, sin faltar los imprescindibles «mártires asesinados por la brutalidad policial» (ver ejemplos aquí, aquí, aquí, aquí y aquí).

Ése es el ambiente en el que deben desarrollarse las mentes que liderarán el país en el futuro. ¿A alguien puede extrañarle que hoy día, esta universidad sea casi más conocida por sus constantes movilizaciones y algaradas que por su nivel académico? Imagínense nuestra Complutense multiplicada por cinco, y sin el entorno europeo para amortiguar. Tampoco faltan las agresiones a profesores, ni más de un centenar de atracos anuales. Latinoamérica lleva décadas entrando y saliendo del totalitarismo comunista, y es un peligro muy lejos de disiparse; tan sólo el descomunal fracaso de Venezuela y la sangre derramadas por las FARC ejerce a día de hoy de vacuna efectiva, pero no permanente.

Las motos

Los vehículos de dos ruedas le disputan a los taxis la supremacía del tráfico en Medellín. Es una ciudad con miles y miles de motos, que tienen la curiosa costumbre de circular en grupo aunque sus conductores no se conozcan, y con el mismo desprecio hacia el peatón que los coches; aquí el motor siempre tiene prioridad. Se suele circular con casco, aunque tampoco es una condición sine qua non, y en algunas zonas se prescinde de él casi por completo. Es el caso de Moravia, una barriada popular, llena de billares, bazares y pequeños bares (qué frase tan musical), por cuyas estrechas calles circulan multitud de jovencitos y jovencitas en scooters. Está prohibido llevar paquete («parrillero») en la ciudad, a menos que sea padre, hijo o hermano (auténtico).

La popularidad de la moto es comprensible por su baratura y capacidad para moverse por un tráfico infernal, pero tiene efectos terriblemente perniciosos. Para empezar, muchas son horriblemente ruidosas (a menudo de forma deliberada), pero lo peor es que el mantenimiento que requieren ha convertido a Medellín en, probablemente, la ciudad con más talleres mecánicos de la Tierra. Estos ocupan docenas de hectáreas, y ciertamente no transmiten una imagen bonita: la mayoría son sucios, viejos y descuidados, y lo peor es que ocupan enormes zonas del centro, pegados a puntos neurálgicos como el Parque Berrío. Son sin duda el mayor problema urbanístico de la ciudad junto con la infravivienda, y Medellín no dará el salto a la modernidad hasta que los reorganice de algún modo.

La muerte

Uno de los lugares más famosos de Prado Centro es el «Cementerio Museo» de San Pedro, considerado de gran valor artístico, y en el cual se celebran actos culturales regularmente. En sus cercanías hay muchos negocios dedicados a una singular industria del país: las lápidas. Un nicho colombiano puede ser como los europeos, cubierto por una placa de mármol con el nombre del finado y una dedicatoria de su familia, pero muchos optan por un modelo muy diferente, con textos e imágenes en color impresos en metacrilato. La composición siempre incluye una foto de la persona fallecida, y suele ir acompañada de motivos religiosos, pero también puede tener un simple paisaje de fondo o lo que se quiera. Como mencioné antes, en muchas de ellas se incluye el escudo del equipo del fallecido (ejemplos aquí y aquí).

Desde luego, estas lápidas son tremendamente chocantes al principio. Uno no está acostumbrado a que un muerto lo mire desde su tumba, y para una mentalidad europea es algo un tanto exhibicionista. No obstante, tras un periodo de reflexión adquiere cierta lógica: al fin y al cabo, es algo mucho más personal que una fría piedra, y nos recuerda que un muerto no es un simple nombre, sino alguien que fue muy real, y que muchos se fueron en la flor de la vida, algunos como simples adolescentes. Otras singularidades son incluir el mote del fallecido en la lápida, o que en la foto aparezca la persona bailando en plena rumba. ¿Quién sabe si llegaremos a ver este tipo de lápidas en nuestro entorno? Lo del escudo del equipo puede parecer demasiado, pero sinceramente no pondría la mano en el fuego por que no lleguemos a hacerlo.
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