Viviendo en Colombia (y V)

Parte V: El Caribe y la despedida

Figuradamente hablando, mi primer contacto con el Caribe colombiano se produjo en la misma Medellín, al quedar con un lector caribeño de mi blog de fútbol. Nos encontramos en la popular avenida 70 (muy cerca del Atanasio Girardot), y en una de sus terrazas vimos un partido del Mandril y comentamos anécdotas de la web a lo largo de los años. Aunque siempre he sido consciente de mis limitaciones como escritor, resulta bastante gratificante comprobar cómo personas que viven a 8.000 kms. te han leído regularmente durante tanto tiempo. Los norteños tienen la costumbre de empezar muchas frases diciendo «Marica», lo cual resulta muy gracioso. Iguazo tuvo a bien presentarme a unos parientes que me contaron cosas muy interesantes sobre el país, uno de ellos un primo barcelonista, pero «sólo por el fútbol». Por la cordialidad del ambiente, desistí de explicarle el daño que tan avieso club le ha hecho a España.

Unos tres meses después viajé a la costa caribe, situada al Norte del país. Mi primera parada fue Santa Marta, en el departamento de Magdalena; el desplazamiento fue obligatoriamente en avión, pues Colombia carece de vías férreas. Algo realmente llamativo de esta ciudad es que te encuentras una playa a apenas 50 metros del aeropuerto, y bastante bonita por cierto: larga, limpia y nada masificada, gracias a la ausencia de hoteles y la distancia hasta el núcleo urbano (unos 15 kms). Así, es posible dándose un chapuzón 10 minutos escasos después del aterrizaje. En el taxi, de camino a la ciudad, me sorprendí admirando la puesta de sol marítima, prcatándome de que no había visto algo parecido durante cuatro meses, debido a las montañas que rodean por completo Medellín; es el precio que paga la ciudad por su benigno clima.

Aunque la Colombia caribeña, como el resto del país, tiene una gran mezcla de razas, es una zona predominantemente negra y mulata. Las mujeres no desmerecen su fama, y muchas de ellas son bellísimas, generalmente desde una temprana edad. El acento local es el compartido por todo el Caribe, mucho más parecido al cubano que al de las regiones más sureñas del país, aunque no todo el mundo lo tiene. Aun con las particularidades propias de la zona, Santa Marta recuerda a cualquier localidad playera del mundo, con su paseo marítimo, sus hoteles y sus turistas. Sin duda la peor costumbre del caribeño es utilización compulsiva del claxon por parte de los conductores de coche y moto; son escasísimos los que conducen más de 200 metros sin pitar, con la excusa de que «así no atropellan a nadie» y la consiguiente contaminación acústica. Es algo a lo que hay que acostumbrarse en esos lares.

La primera noche la pasé en un hostal llamado La Brisa Loca, y aunque no me atraen mucho este tipo de establecimientos, la verdad es que fue una experiencia la mar de interesante, gracias al bonito estilo colonial del edificio y a su desenfadada atmósfera; incluso los gringos y argentinos que mayoritariamente lo poblaban eran bastante tolerables. Más tarde me pasé al Emerald Hostel (en la puerta de al lado), donde puede confirmar esa misteriosa invasión argentina del Caribe. Santa Marta es sin duda una ciudad agradable, pero su mayor gracia es usarla como base para visitar otros lugares, como Tayrona, un pueblecito pesquero bastante popular. Su población es extremadamente humilde, y a excepción de la línea de playa -con sus chiringuitos y hostales- tiene enormes carencias urbanísticas, y muchas calles son de tierra y piedra. Es una lástima que no se beneficie más del abundante turismo.

Sin duda la gran atracción de la zona es el parque natural Tayrona, uno de los rincones más espectaculares de Colombia. Esta enorme reserva alberga arquetípicas playas del Caribe, acompañadas de grandes porciones de exuberante selva. Es mejor tomarse un tiempo para visitarla (al menos un par de días), aprovechando los varios cámpings de su interior. Las playas están separadas por senderos selváticos de longitud variable, que se recorren a pie o a caballo. En ellos es posible encontrar pequeños grupos de indios Tayronas, la etnia local, que se caracteriza por sus vestimentas blancas y al parecer se mueve libremente por el parque. La foto que encabeza la entrada corresponde a esta espectacular reserva.

Después de cuatro días en Santa Marta llegó el momento de conocer Cartagena de Indias, la mítica perla del Caribe. El trayecto entre ambas ciudades es realmente interesante, con paisajes realmente singulares y escenas humanas muy llamativas. Se trata de una zona de naturaleza muy rica, y en un momento dado la carretera tiene un largo acuífero a la izquierda y el mar a la derecha, así que los véhículos avanzan por una estrecha lengua de tierra. Esta zona es probablemente la más pobre de Colombia, y se divisan poblados polvorientos y paupérrimos, cuyos habitantes menudo carece incluso de zapatos y camisas. Al igual que en Taganga, estas poblaciones suelen vivir de la pesca, «atrapando de día lo que comen por la noche», y hay quien apunta que ese modo de vida es simplmente su idiosincrasia. En bastantes casas se ve pintado el escudo del equipo de fútbol más popular del Norte, el Atlético Junior.

Mi primer contacto con Cartagena fue en el barrio de Torices, donde se encontraba mi alojamiento. Se trata de una de las muchas «cocinas del infierno» que existen en todo el país (incluso más pobre que San Javier), y desde luego no es el mejor sitio para llevarse una buena primera impresión de la ciudad. Desde allí, tras una caminata de 20 minutos, se llega al actual centro de la ciudad, que no resulta desgradable pero tampoco tiene nada de especial. Sin embargo, todo cambia cuando se penetra en el centro histórico o «ciudad amurallada» a través de la Puerta del Reloj, accediendo a un micromundo mágico directamente entroncado con la gloria del antiguo imperio español.

Las calles de la ciudad amurallada son bellísimas y están magníficamente conservadas, siendo singularmente bonitas de noche, gracias a un acertado sistema de iluminación. Enseguida resulta obvio por qué la ciudad es llamada la Perla del Caribe, destacando rincones como la plaza de la catedral, que puede rivalizar con las de Venecia o cualquier otra de similar celebridad. Es posible recorrer este casco antiguo en coche de caballos, que a pesar de ser un obvio gancho para turistas contribuyen positivamente a la atmósfera. Las calles están cuajadas de establecimientos hosteleros y comerciales muy agradables y bien cuidados, lográndose conjuntar perfectamente la añeja armonía arquitectónica con las amenidades del consumo moderno.

Por supuesto, es recomendable transitar por el perímetro de la muralla, donde aún podemos ver muchos cañones apuntando hacia el mar, como cuando guarecían esa joya de la corona de los invasores ingleses. Por esta zona encontramos una sorpresa singular: una fuente análoga a la de Canaletas, fabricada en Barcelona, para más señas. ¡Quién sabe qué hisrotia tendrá detrás! La otra gran construcción defensiva de la ciudad -fuera del recinto amurallado- es el Castillo de San Felipe, una colosal fortaleza conservada casi a la perfección y que precisa más de dos horas para ser recorrida por completo. Desde sus alturas hay unas excelentes vistas de la ciudad, y a sus pies se encuentra el monumento al muy singular héroe Blas de Lezo, el hombre manco, tuerto y cojo que, en absoluta inferioridad, logró defender Cartagena ante la apabullante flota de Albión, logrando que siguiera siendo española durante varias décadas más. En el pedestal de la estatuas se reproducen las monedas que los ingleses acuñaron para conmemorar una victoria que daban por segura (esos tíos parecían culerdos).

El barrio más interesante de Cartagena, después del centro histórico, es Getsemaní, un encantador conjunto de pequeñas calles con todo el colorido y bullicio propios del Caribe. Es aquí donde se concentran casi todos los hostales de la ciudad, por lo que la atmósfera es decididamente joven e internacional. Aunque la arquitectura no es tan rica como en el centro, resulta también francamente bonita, gracias entre otras cosas a los atractivos colores de sus fachadas. En esta zona se encuentran algunos teatros de gran antiguedad y valor estético. Hay otras partes de la ciudad muy extensas, que albergan básicamente hoteles y suntuosas villas de extranjeros. Por esa zona podemos darnos un chapuzón en la enorme playa de Bocagrande, cuyas ocuras y bravas aguas permiten actividades como el surf y su variedad con cometa.

Sin embargo, el gran tesoro costero de Cartagena está a unos 40 kilómetros del corazón urbano, en la península de Barú, donde aguarda la portentosa Playa Blanca, muy adecuadamente bautizada. Existe una forma fácil de llegar (tomando el ferry en el puerto), y una complicada y poco glamurosa, pero muy barata: el primer paso es tomar una buseta en el multitudinario mercado de Basurto, una apoteosis de negritud (que diría Ansón), bullicio, calles de tierra y olores penetrantes. La buseta deja en algo menos de una hora en un pueblecito llamado Pasacaballos, y allí los motoratones se pelean (casi literalmente) por llevarte a Playa Blanca; si tienes suerte hasta te dejarán un casco no muy tercermundista. El viaje cuesta unos 17.000 pesos entre motoratones y buseta, frente a los aproximadamente 50.000 del ferry. Una vez más, toda la zona es paupérrima, un enorme contraste con lo que uno encuentra al llegar a Playa Blanca, básicamente la playa perfecta. Ciertamente no es solitaria -la visitan numerosos turistas de muchas nacionalidades-, pero lo compensa con su longitud, belleza, entorno y sobre todo sus limpísimas y cálidas aguas, de un tono azul turquesa, que dan la sensación de estar bañándose entre zafiros. Un lugar ideal para olvidarse de todo y disfrutar, con la posibilidad de alquilar una bonita cabaña y pasar allí varios días. Pocas horas después de visitarla, tomaba el avión de vuelta a Medellín.

Tres semanas después, durante las que viví en el barrio de Villahermosa, llegó el momento de volver a la patria, tras casi 5 meses en Colombia. Imposible no sentir una intensa melancolía cuando llega hora de abandonar un lugar que ha sido tu casa durante un tiempo prolongado. Un país al que llegué con miedo por la delincuencia y que fue, sin duda, el más hospitalario y acogedor que he conocido y que seguramente conozca; no hubo familia que conociera que no me abriera las puertas de su casa y me pusiera un plato sobre la mesa. Los colombianos son gente maravillosa, en varios aspectos mejores que los españoles, y se merecen que su país emerja y aproveche su enorme potencial; ojalá lo logren, así les lleve décadas, y espero que sus hermanos españoles juguemos un papel en ello. Durante mi estancia viví emociones muy intensas, algunas profundamente tristes y otras intensamente alegres; por supuesto me quedo con las últimas, que son las que tendrán alguna trascendencia en mi vida posterior. Amigos colombianos, amados paisas, guardadme un rincón para cuando vuelva a necesitar el calor que tan generosamente brota tanto de vuestras almas como de vuestro cielo. Me siento afortunado de tener dos países.
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